viernes, 25 de mayo de 2012

El paraguas poético

Eliacer Cansino León: Everest, 2004
El paraguas poético es una colección de relatos. Una colección de breves historias donde Eliacer Cansino, partiendo de situaciones comunes, habituales, termina conduciendo al lector hacia lo insólito, hacia lo inusitado: algo que se encontraba larvado, acechando en los pliegues de lo cotidiano, de improviso se presenta renovado ante nosotros y nos habita… Las historias que nos cuenta Cansino dejan en nuestros labios un cierto regusto a mundo recién hecho, y un aroma también a inocencia. Nos recuerda que vivimos insertos en la malla del mundo, nuestro mundo; nos recuerda que vivimos en una urdimbre de hábitos, de acciones acostumbradas y manidas… Sí, y de repente, al guarecernos bajo este “paraguas poético” la realidad se nos abre y nos muestra su corazón henchido y palpitante… Leyendo El paraguas poético de Eliacer Cansino he sentido otras voces, el eco de la palabra inteligente y melancólica de Adolfo Bioy Casares, la nostálgica fantasía de Ray Bradbury, el verbo carnoso y sensual de Gabriel Miró. Los relatos que nos ofrece Eliacer tienen algo de organismos vivos, de organismos que alientan por sí mismos, de animalillos que nos internan en el bosque maravillado de las cosas… y nos mueven a mirarlas -a remirarlas- con ojos desacostumbrados; con pupilas limpias como las del anciano Tobías, ya sin las escamas que le cegaban, y la realidad se nos devuelve multiplicada como si la observáramos a través de un prisma de variadas facetas, mostrándosenos más intensa, más amplia, y más honda también… Una miríada de posibilidades se despliegan allá donde todo parecía consolidado, limitado, inmóvil. Los seres que habitualmente no nos dicen nada, o nos dicen siempre lo mismo, que nos parecen nimios, porque no reparamos en ellos: la fotografía herida por el paso del tiempo, el mendigo que nos solicita una limosna o el paraguas destartalado con la varilla rota, son capaces de convertirse en el cuenco de una revelación. Cómo no recordar ahora aquellos gastados zapatos de labriego que pintara Van Gogh. Y también me viene a la memoria aquel brevísimo, pero intenso y revelador, poema de William Carlos Williams titulado La carretilla roja que dice: Eliacer Cansino es un escritor versátil, un escritor de un ingenio curioso y vivaz. En sus relatos se concilian la ternura con el humor más inteligente. Como en el caso aquel del viajero en el tiempo que, a diferencia del personaje de la conocida novela de H. G. Wells, sólo le es posible -y parece lo más coherente- desplazarse en su tiempo propio, en su tiempo vivido (porque sólo es posible viajar, se nos dice, sobre la estela que ha dejado la experiencia propia); pues bien, este viajero cuando regresa al pasado reaparece en situaciones embarazosas y ridículas que le llevan a revivir penosamente el momento en que rompió un valioso jarrón en la casa de unos vecinos, o como cuando se vio obligado a hacer una larga cola frente a la ventanilla de un ministerio; o también lo que se nos cuenta en otra historia que trata acerca de un curioso y avezado navegante de ojos, un ojonáutico, que ha desarrollado todo un saber técnico acerca de tan extraordinaria forma de viajar… Y qué decir del sapo que brota del papel y, perseguido una y otra vez por la pluma del escritor, va urdiendo la anatomía del poema… Recuerdo ahora, con especial emoción, aquella otra narración en donde una pareja busca una pulsera que a ella se le cayó en el mar ahora desecado, un mar donde los peces han logrado adaptarse a vivir fuera del agua. Todo ello viene a señalarnos, insisto, cómo en las cosas más nimias, en esas pequeñas cosas que parecen sin importancia (las pequeñas virtudes de que hablara Natalia Ginzburg) se sostiene, a la postre, nuestro existir. Bajo este paraguas de Eliacer nos resguardamos no de la lluvia, pero sí de ese olvido de cuanto de maravilloso, de sorprendente, de inesperado, de poético en definitiva, posee cuanto nos envuelve y que, a la postre, se esconde dentro de cada uno de nosotros… En una de las narraciones que prefiero de este paraguas, titulada La luz dorada, el encuentro casual de una fotografía antigua entre las páginas de un libro, le mueve al escritor a reflexionar sobre la condición efímera de los seres humanos, a sentir el paso oneroso y voraz del devenir. La luz dorada del tiempo va cubriendo, como un agua, lentamente las vidas pasadas de quienes están fotografiados, llegando hasta la del narrador, para alcanzar finalmente la vida de quien lo está leyendo. Concluye con estas palabras: “La luz dorada no se detiene: atraviesa el jardín, cruza la mesa, avanza por el tiempo… pronto estará en tu casa”. Quienes hemos leído otros escritos de Eliacer Cansino, le agradecemos que, como con este Paraguas poético, nos ayude a saber mirar, a admirar el mundo con los ojos limpios, los inocentes ojos de la primera vez… Eso es lo mismo que le pedimos al poeta: que nos aproxime la realidad perdida, que nos devuelva a una suerte de paraíso, de luz no usada, a esa infancia que guardamos dentro de nosotros, bajo nuestra engañosa máscara de adultos.

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